martes, 20 de septiembre de 2016

Todos podemos perder

-¡Ah, aquí está! La gran espada del Kan Batbayar. 

Adelfried Schrader miraba la espada curva con rica ornamentación en su empuñadura, bien protegida dentro de una caja alargada de madera forrada de terciopelo verde en su interior y madera lacada en el exterior. La casa de subastas Thurisaz permite que los clientes que hayan ganado una adjudicación en una puja accedan a la sala que sirve de almacén para inspeccionar el objeto antes de su envío.

-Señor Schrader, la casa le garantiza máxima seguridad en el traslado. El servicio de transporte enviará la espada a la dirección que usted nos indique. Aconsejamos a nuestros clientes que no asuman ellos mismos la seguridad del traslado a causa de los posibles robos.

Adelfried asintió absorto e hizo una señal a su mayordomo con la mano quien continuó con la conversación con el gerente de la casa de subastas. Agarró la espada con las dos manos y la desenvainó lentamente, mostrando el primer tramo de la hoja que brillaba con un color oscuro plateado. Se dio cuenta de que sus propias huellas dactilares dejaban señal en la funda y en la empuñadura y se apresuró a dejarla de nuevo en la caja. Con un paño la limpió a conciencia para dejarla de nuevo reluciente. 

-La gran espada del Kan Batbayar... se repitió a sí mismo en voz baja. -Y se volvió para llamar a su mayordomo-. ¡Señor Kort! Marchamos a Kirchehrenbach. Adelántese y tenga a punto el mercedes. 

Y ambos salieron de la sala donde se afanaban los asistentes de la casa de subastas en organizar diferentes objetos adquiridos ese día por los pujadores . Salieron al bulevar Wilhelm II donde Kort -que también trabajaba como chofer para el señor Schrader- se adelantó para arrancar el moderno Mercedes-Benz W10 mientras Adelfried se detuvo a comprar el periódico a un muchacho pálido y harapiento. Leyó algunos titulares esperando que Kort estacionara el coche justo en el tramo de calle de donde estaba él situado. Había comenzado unos instantes antes una lluvia suave que, sin embargo, apretaba por momentos por lo que una vez su mayordomo le abrió la puerta y pese a que éste había abierto un paraguas se apresuró a entrar al interior con rapidez. El coche arrancó dejando tras de sí una pequeña humareda y una congestionada calle llena de gente que buscaba refugio a causa de la ya sí fuerte lluvia.


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La mañana siguiente, muy temprano, un pequeño camión salió de la casa de subastas Thurisaz rumbo a entregar diferentes objetos. Los caminos que conducían fuera de la ciudad estaban embarrados por las fuertes lluvias que se alargaron la tarde del día anterior y toda la noche. En otro sitio, no muy lejos de ahí Astrid, la hija mayor de la familia ganadera Milman, avanzaba con lentitud mientras dirigía el carro lleno de cántaras de leche tirado por dos percherones. Era dedicada en sus tareas, como se espera de la hermana mayor. Ha de dar ejemplo a los hermanos menores -le decían siempre-. Siete hermanos, para ser más exactos. Aunque todo el mundo asumía que cuando se casara dedicaría más tiempo al cuidado de sus hijos que a los trabajos en la granja no dejaba de aprender todos los aspectos relacionados con llevar la explotación ganadera familiar. Algún día, pensaba, podría ser de utilidad para su propia familia que ella fuese la encargada de llevar el negocio. Ese día Astrid decidió ir sola al mercado a vender la leche. Tenía 17 años y quería demostrar a sus padres que era capaz de valerse sola. Además un tío estaría esperándola allí. Estaba rebasando la fastuosa mansión de la familia Schrader, -industriales enriquecidos gracias a la producción de utensilios de acero para la cocina- cuando escuchó un sonido de motor que se aproximaba.

El camión de la casa Thurisaz había realizado ya dos entregas cuando viró por el camino que conducía a Kirchehrenbach. El chasis se encontraba completamente embarrado y los diferentes baches hacían moverse las cajas y los hombres sentados en el interior del compartimento de carga al igual que a los conductores. Cuando apenas quedaban doscientos metros para la mansión apareció tras una curva el carro tirado por Astrid quien asustada agarro las riendas y tiró hacia ella con el fin de que los caballos detuvieran su marcha.

El conductor dio un volantazo que evitó el impacto con los caballos pero no pudo impedir que el camión se precipitara por una de las zanjas laterales del camino. El impacto del metal del parachoques y todo el frente del camión contra un muro de ladrillos sonó como un estruendo, lo que asustó a los percherones de Astrid que aceleraron el paso desestabilizándola y tirándola del carro al camino.  En un acto reflejo soltó las riendas para que no la arrastraran. Los percherones continuaron camino abajo a toda velocidad tirando las cántaras de leche las cuales derramaron todo su líquido en el camino. Astrid volvió la mirada al caminó que humeaba con el morro semienterrado en ladrillos y clavado en el fondo cenagoso de la zanja y corrió a él con idea de socorrer a los que se encontraban en su interior.

-¡Dios mío! -exclamó- Oh Dios mío, Oh Dios mío. 

No dejaba de repetirlo mientras se aproximaba al camión del que salían lamentos humanos. Astrid dio un rodeo y se asomó por la ventanilla del conductora través de la cual pudo ver su cabeza. Sangraba profusamente pero se movía y lamentaba lo cual paradójica mente era un alivio para Astrid porque indicaba que no estaba muerto. También su compañero le acompañaba en el coro de lamentos. Intentó abrir la puerta, pero la cabina se había deformado y atrancado la puerta y era imposible. De la zona de carga salió tambaleándose uno de los trabajadores. También sangraba, pero caminaba. Se tapaba una zona de la cara, bastante contusionada.

-Señorita... señorita... yo... ellos...-estaba conmocionado por el golpe y balbuceaba palabras inconexas-.

-No se preocupe. Será mejor que se siente. Sus compañeros siguen vivos. No sabía que hubiese alguien detrás. 

Aparecieron dos campesinos. También se escuchó el sonidos de un motor de coche. Astrid ayudó primero al conductor que salió de la cabina a través de la ventanilla mientras los campesinos se afanaban por sacar al resto. Se percataron de que dentro había otra persona. Y muchas cajas. Algunas rotas. Todo estaba revuelto. El sonido del coche se aproximo hasta alcanzar el camión accidentado. Era el flamante mercedes del señor Adelfried. El mayordomo descendió del vehículo y corrió para abrir a su señor quien bajó ajustándose un pañuelo a su cuello. Estaba vestido de manera impecable con atuendo de jinete. Ambos avanzaron al camión con una cara entre sorpresa y espanto. Los campesinos le reconocieron en seguida. 

-Señor Schrader, un aparatoso accidente. Pero afortunadamente todos están vivos -se apresuró a decir unod e los campesinos que lo reconoció en seguida-.

-Sigan ayudando a esos hombres por el amor de Dios y déjense de cháchara. Eso que dicen yo ya lo veo -Adelfried nunca destacó por el buen trato a los lugareños-.

-Señor, tal vez pueda mandar a su chófer por ayuda. El sanatorio está lejos pero el señor Jakov estará en la farmacia.

A Adelfried le pareció buena idea y lanzó una mirada a su mayordomo quien asintió en silencio para montar en el mercedes y arrancar de inmediato desapareciendo tras una bola de humo. Entonces reparó en la muchacha, Astrid. Estaba tratando de improvisar un pequeño colchón con telas donde acomodar al segundo pasajero en salir de la zona de carga, que presentaba un cuadro peor que el primero.

-Hola, no te conozco y suero recordar las caras ¿eres de por aquí?

-Sí señor, de la familia Milman. Lo que pasa es que no suelo ir sola al mercado. 

-¿Al mercado?¿Y tu carga?

Astrid señaló el camino con charcos de leche. El carro no se veía desde ese lugar. 

-Entiendo que el carro lo has perdido. -Adelfried continuó la conversación como si pareciera que hubiera olvidado el accidente-. ¿Cómo se sentirá tu familia cuando lo sepa? Has perdido dos cosas en una tarde, la leche y el carro. 

-Señor, le explicaré lo que ha pasado aquí y lo comprenderán. Luego trataré de recuperar los caballos. 

Adelfried reconoció en la camisa de uno de los accidentados el símbolo de la casa de subastas Thurisaz. 

-¡No, no no! -comenzó a decir repentinamente- ¡Usted! dijo de forma ruda a uno de los trabajadores. ¡Son los trabajadores de la casa Thurisaz! El que había sido el conductor asintió con la cabeza en silencio y con el semblante serio.

Adelfried avanzó con rapidez hasta la zona de carga y, apartando con energía uno de los faldones de la lona, accedió al interior. Apartó con esfuerzo algunas de las cajas hasta que reconoció la superficie lacada de la caja de la espada que había adquirido el día anterior. Estaba rota. Un mueble la había entallado contra el suelo de metal. Apartó el mueble volcándolo y se percató que la rotura había doblado la caja. La abrió como pudo, astillando la madera ya que una de las bisagras no se abría. Y ahí estaba la espada con la hoja rota. 

-¡Joder!¡joder, joder, joder! -Perdió toda la compostura que se espera de alguien de su clase. ¡La espada del Kan Batbayar!¡Mi espada! -Puso énfasis en el posesivo-. ¡Inútiles, sois todos unos inútiles! ¡Demandaré a la casa Thurisaz! 

Salió como un remolino del compartimento de carga asiendo las dos mitades de la espada.

-¡Señor, no se preocupe tanto! -Se atrevió a decir Astrid ante la cara de espanto del resto-. Señor es sólo un objeto. Como sabe yo también pe perdido hoy, la leche y tal vez el carro y los caballos. Estos hombres están bien y eso es lo importante. Señor, usted es millonario pero todos podemos perder. Todos.








  






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