viernes, 16 de septiembre de 2016

Un inicio malo, un final peor

Aulus Pompilius Priscus miraba fijamente la superficie del vino de su copa. Sentado en una postura no muy cómoda a causa de su nerviosismo crónico miraba absorto los diferentes adornos de los frescos de su cubiculum, iluminados pobremente por una luz trémula proveniente de una lucerna. Las guirnaldas y graciosas y esbeltas aves que en su día le sedujeron la vista a él y a sus invitados se le antojaban esta noche frívolas, vacías, ajenas a sus sentimientos presentes pues fueron dibujadas mucho tiempo atrás, en otra época. Desde hacía más de un año los senadores vivían aterrados por la tiranía del emperador. Su conducta errática y caprichosa había acabado con la vida de algunos de sus amigos y dilapidado gran parte del tesoro real. A sus oídos habían llegado rumores de un complot, una conjura de hombres poderosos de linaje muy noble y respetado que, sin embargo, como él tenían el corazón lleno de terror. Pero cuando le propusieron participar a él, Aulus Pompilius dijo que no. Su familia había sido leal a los emperadores desde hacía muchos años. Y, después de todo éstos no vivían eternamente. "Ya vendrán tiempos mejores" se repetía, algunas veces más convencido que otras.

En la calle se oyó alboroto. Voces masculinas se alzaban sobre el rumor de la noche. Y crecían en intensidad mientras se aproximaban junto con el sonido del golpe de las tachuelas de sus caligae sobre piedra desnuda y el roce de las piezas metálicas sus corazas. No es frecuente que a través de la ventana y la puerta que daban al atrium se escucharan sonidos tan intensos de la calle, lo que me indicaba por mi experiencia militar que debía ser una cohorte entera de pretorianos los que estaban tomando el sector. 


El esclavo bretón de la casa, que contaba con mi confianza, se atrevió a traspasar la puerta mientras descorría la cortina para informar de lo que estaba sucediendo.

-Mi señor, hay decenas de pretorianos delante de nuestra casa

Justo en este instante, sonó varios golpes en un portón de madera. El esclavo se giró hacia la puerta de mi propia domus donde estaban otros tres esclavos mirando a través de ciertas rendijas situadas de manera oportuna entre los listones de madera. El esclavo volvió a mirar a su señor, que sudaba profusamente.

-No llaman aquí mi señor. Llaman en la domus de Seius. 

Tras los golpes hubo una pequeña pausa y entonces una voz retumbó autoritaria.

-¡Lucius Seius Cordus! Tenemos orden de ejecución contra ti del mismo emperador! -hubo una pequeña pausa y prosiguió- ¡Ordena a tus esclavos que abran las puertas o las derribaremos y ejecutaremos a todos los que se encuentren en su interior!

Aulus lo comprendió de inmediato. Seius, el viejo senador, debía de estar implicado de alguna forma en la conjura y ésta había sido descubierta. Se incorporó con cierto mareo por los nervios de puro pánico y pidió a su esclavo que le colocaran la pequeña escalera por detrás del portón de su domus. Con un gesto pidió que apagaran las lucernas del atrium para evitar que se vieran luces desde el exterior una vez abriesen el pequeño postigo situado a una altura mucho mayor que la de un hombre. 

Y allí estaban los pretorianos. La voz había repetido la orden de abrir las puertas y éstas, al fin, se abrieron. Más de una docena de hombres armados se precipitaron al interior. Desde su ángulo se podía ver uno de los extremos de la calle. Una hilera de pretorianos iluminados por una antorcha que no alcanzaba a ver aguardaban con sus escudos y gladios en posición de ataque. La voz que dio la orden volvió a sonar en el interior pero no posible entender lo que decía. Una pausa breve. Por unos instantes, sólo sonido de los grillos y el crepitar de las antorchas y nada más. De repente un grito ahogado de mujer. Murmullos. Pude reconocer a su hija. Seius habrá muerto. Tal vez le hayan ofrecido suicidarse. Su esposa no gritó. Siempre tuvo fama de ser una auténtica romana, capaz de reprimir sus sentimientos ya sean de felicidad o pura pena. 

Poco a poco, los pretorianos fueron abandonando la domus. Uno de los esclavos del ya fallecido Seius cerró lentamente las puertas. Bajé la mirada y descendí hasta el suelo. Me sentía fatigado. Mi esclavo bretón me ayudó a sentarme. Pedí una copa de vino, estaba sediento. Dentro de la tristeza y del miedo al menos mi familia no presenció todo aquello. Estaban en la villa del sur, lejos de Roma. Está claro que después de esto el emperador estará rabioso y será más peligroso que nunca. La noche comenzó mal, pero estaba finalizando peor. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario